Es parte esencial del discurso del presidente Andrés Manuel López Obrador, repetido de manera disciplinada por sus coros de acólitos, colaboradores y simpatizantes. El gobierno, dice, ya no asesina y persigue a los periodistas “como antes”.
El presidente y su gobierno se han creído tanto este mito que se han olvidado de esa otra parte sin la cual no se puede entender la libertad de prensa: la obligación de las autoridades de impedir que otros persigan y asesinen a los periodistas.
En resumen, no es suficiente que un gobierno no mate si permite que otros lo hagan con impunidad.
Y es en esta palabra donde radica el problema de la libertad de prensa en México, del ejercicio del periodismo crítico e independiente del poder político, económico o criminal. La impunidad es la gasolina que alimenta el motor de los ataques contra periodistas. Si un alcalde, legislador, jefe de policía, funcionario público o delincuente quiere lastimar a un periodista porque no le gusta lo que publica sobre él, puede hacerlo con la razonable certeza de que no le pasará nada. Lo saben porque no le pasó nada a la persona que lo hizo la vez anterior.
Eso es lo que vincula dos hechos recientes en estados tan alejados del territorio mexicano como Nayarit y Guerrero.
El 8 de julio, el cuerpo de Luis Martín Sánchez, corresponsal de El dia en Tepic, Nayarit. Otros dos periodistas han sido secuestrados en la ciudad a principios de julio, pero luego aparecieron con vida. Uno de ellos, Jonathan Lora, dijo que su secuestro había sido “un despiste”, aunque posteriormente Sánchez fue encontrado muerto a golpes, con un mensaje clavado en el pecho.
El Gobierno de Nayarit se apresuró a decir que el crimen fue “un hecho aislado” a pesar de que el estado es notorio por la colusión de autoridades con el crimen organizado, cuyo caso emblemático es el del exfiscal Édgar Veytia, quien se declaró culpable en Estados Unidos de colaborar en el narcotráfico.
Para los nayaritas podría ser un hecho aislado, pero no para un país donde el asesinato de periodistas es recurrente. Sánchez fue el caso número 40 del actual Gobierno. El 41 vendría una semana después, el 15 de julio, cuando Nelson Matus, quien dirigía el portal de noticias El Real de Guerrero, fue acribillado a balazos junto a su auto detrás de una tienda en Acapulco.
Matus se especializó en el reportaje policial y eso llevó a autoridades tanto federales como guerrerenses a sugerir que el periodista tenía vínculos con delincuentes, aunque las mismas autoridades han guardado silencio frente al video que muestra a la alcaldesa de Chilpancingo, Norma Otilia Hernández, desayunando con el jefe del grupo criminal Los Ardillos, uno de los que luchan por el control de Guerrero, el segundo estado con más homicidios en México este año.
Es difícil para el Gobierno de Guerrero decir que el asesinato de Matus es “un hecho aislado”, cuando la entidad registra 21 asesinatos de periodistas en los últimos 26 años, la segunda cifra más alta del país, solo después de Veracruz.
Pero lo que une los asesinatos de Sánchez y Matus es la impunidad de los casos anteriores, de los más de 160 asesinatos de periodistas que se han producido en este siglo. Si bien México fue uno de los primeros países en contar con una fiscalía federal encargada de atraer la investigación de delitos contra periodistas, de 2010 a 2021 la llamada Fiscalía Especial para Delitos contra la Libertad de Expresión (Feadle) obtuvo solo seis sentencias en los 96 homicidios de periodistas ocurridos en ese período. Impulsado para llevarse de los Estados control de la investigacion Para estos delitos en los que las autoridades locales pueden estar en connivencia, la Feadle ejerce una gran discreción. El año pasado abrió una investigación sobre solo uno de los 13 homicidios que ocurrieron en 2022.
Es fácil matar a un periodista, porque en México no existe el principal factor disuasorio del crimen. Saber que uno será procesado y encarcelado por cometer un delito es la fuerza más poderosa para evitarlo. En México, la probabilidad de salirse con la suya es alta y por eso siguen aumentando los homicidios de periodistas.
En los 56 meses de gobierno de López Obrador ya se acumulan 41 casos, aproximadamente uno cada 5 semanas. En los 72 meses del sexenio de Enrique Peña Nieto hubo 47 asesinatos, y en el de Felipe Calderón, 48. Al paso que va este sexenio, el de un presidente que dice respetar la libertad de expresión como nadie, podría terminar con unos 50 periodistas asesinados, un nuevo récord histórico.
Informes de la organización Artículo 19, odiada por López Obrador desde que asumió la presidencia pero elogiada antes por sus seguidores, indican que más de la mitad de las agresiones, amenazas e intimidaciones contra periodistas provienen de funcionarios públicos de diferentes niveles y la frecuencia de las agresiones se ha duplicado.
No basta con decir que el gobierno ya no mata ni ataca a periodistas. Otros lo hacen con total impunidad.
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