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Nube en el ojo | Opinión

Nube en el ojo |  Opinión

El piloto de la inmensa nave asegura haber observado la impresionante luminosidad de la Ciudad de México desde una distancia increíble. Según el capitán en cuestión, millones de luces en el Valle de Anáhuac temblaban en el parabrisas del avión que acababa de dejar atrás el Golfo de México y volaba sobre lo que se llama Tampico allá en Tamaulipas y, para mayor impresión emocional, la Ciudad de México parecía oscilar sobre un terciopelo negro extendido con el trampantojo de que al parecer no sería necesario descender significativamente en altura, ya que la altísima altura de la capital de México parecería alargar sus pistas de aterrizaje a un altura ligeramente más baja que las pendientes de las nubes.

Seis horas después de aterrizar en medio de millones de luces y almas, el capitán había comido once tacos al pastor, tres de suadero, siete cebollas en salsa Maggi vertida con limón verde. Súmale siete chupitos de esa bebida inconfundible, elaborada a base de la planta de agave y cuya denominación de origen la define como Tequila con mayúscula, y tenemos una explicación más o menos fidedigna del delirio insomne ​​y surrealista que experimentó el experimentado aviador durante la días siguientes: atrevidas vueltas en taxis parados al azar con rumbos desconocidos, confusión sostenida de horarios particularmente durante dos madrugadas con mariachis anónimos en la Plaza de Garibaldi, una madrugada ranchera en medio del Bosque de Chapultepec que incluyó la deliciosa ingesta de dos tajadas de piña pintada con chile en polvo del que pica y un trozo de maíz disfrazado de crema y queso que el piloto izaba a modo de báculo papal.

Dicen que volvió al hotel donde se había registrado a su llegada sólo para ducharse a velocidad olímpica como un saltador al borde de una piscina, recoger intacta su discreta maleta, quejarse de una repentina diarrea incontrolable y volar de regreso a Europa como un pasajero de lujo en un sillón. primera clase desocupada.

Tras el vuelo transatlántico de regreso y doce horas de profundo sueño, el piloto llegó a mirarse en el espejo situado en la misma entrada del edificio donde tiene alquilado un apartamento desde hace cinco años y allí en el reflejo vio la nube en su ojo izquierdo por primera vez que en este párrafo podríamos adjudicar el raro hechizo ocasional de alguien que no necesita sufrir ni celebrar, moverse o extenderse en el viejo DF para tatuarse para siempre en su retina el mural caleidoscópico de una utopía palpable; la ciudad que se multiplica en constante despliegue de espejos contrastantes más allá de la violencia conocida como pantalla entrañable de todos los colores convertida en comida y conversación, saciedad y vacío en una y todas las noches donde siempre se venden flores y comida, en medio de todo el ruido del mundo y silencio absoluto para que la sombra se rompa con un lánguido ladrido de perro sobre los humeantes túneles del Metro y bajo los endebles puentes colgantes, el desdoblamiento de viaductos, ventanas con interminables ollas y cables, muchos cables en todas las caminos donde cuelgan tenis en memoria de los muertos, al borde de interminables hileras de postes de cemento o de madera levantados con flores y cruces en sus bases y todo el enjambre de nubes con humo, neblina y más neblina que viene. Queda en el ojo de quien nunca podrá dejar de soñar o anhelar, ignorar o desear la ciudad monstruosa de tantas maravillas que impregna como un recuerdo tatuado… porque la órbita del ojo seguirá girando en constante evocación de la Ciudad de México, incluso después de décadas de alejarse de ella.

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By México Actualidad

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