Independencia no es una palabra existente en el diccionario político de Andrés Manuel López Obrador. O tal vez sí, pero con dos dimensiones. El Presidente de la República y el país son las únicas entidades que gozarán de esta atribución. Salvo estos —y el primero obviamente encarna al segundo—, para López Obrador ese término no aplica para nadie, ni siquiera para el Poder Judicial.
Fiel a esa creencia, el actual titular del Ejecutivo trata de imponer su voluntad en todo tipo de decisiones y circunstancias de la vida nacional, incluidas algunas que por ley no le corresponden. Cabe decir que el “no soy florero” ha sido relativamente fácil porque ha habido quienes, pudiendo, no han resistido el saqueo presidencial de sus poderes.
La Fiscalía General de la República es autónoma en el papel, pero solo en el papel si se trata de atender lo que preocupa a Palacio Nacional. El líder del Senado desafía, pero acata. Y hasta diciembre pasado, gente del Poder Judicial entraba sin vergüenza: personal del Poder Judicial incluso tomaba fotos en reuniones privadas en los pasillos donde se encuentran las oficinas de Andrés Manuel.
Pero llegó enero de 2023 y con el año llegaron los vientos de cambio en el Poder Judicial, donde un nuevo titular, que también rompió un duro techo de cristal, se ha ido abriendo camino dejando en claro que se asume como líder de una rama del Estado mexicano que, entre otras cosas, debe ser independiente. Esto, desde luego, no ha gustado en Palacio.
Vale insistir por qué este cambio exaspera a López Obrador. Hasta no hace mucho, aunque ha pasado más de año y medio, el tabasqueño se acostumbró a que su sexenio fuera tan excepcional y valiera tanto, que agentes encargados de la procuración de justicia se coordinaran para dar resultados a su gusto.
Durante prácticamente la mitad de su gobierno, López Obrador tuvo a personas del Poder Judicial, de la Fiscalía y, obviamente, de varias partes del Poder Ejecutivo, discutiendo casos criminales emblemáticos en Palacio. En política realesa coordinación buscaba garantizar que los asuntos más delicados del Estado no se convirtieran en un fiasco por una bagatela.
Desmantelado el esquema con la llegada de Adán Augusto López a la Secretaría de Gobernación y el cambio en la asesoría jurídica de la Presidencia, en el verano de 2022, el mandatario tenía, sin embargo, en el ministro Arturo Zaldívar, hasta diciembre presidente de la Corte, a un escudero y capataz que seguía buscando la agenda presidencial.
El escándalo por la denuncia del plagio de la ministra Yasmín Esquivel (frase que ahora gracias a EL PAÍS se conjuga en plural) descarriló el plan de que Zaldívar fuera sustituido al frente del PJ por alguien que, como la ministra Tiktoker, no tenía vocación para el ejercicio de la independencia. Pero las dudas sobre su tesis de licenciatura hundieron la candidatura de Esquivel.
Así, el 2 de enero, la ministra Norma Piña se coló en la presidencia de la Corte por méritos propios y con una sólida trayectoria en el Poder Judicial, cuya elección no mereció ni mucho menos alardes, ni siquiera una cortesía del oficialismo. Era tan evidente que el macuspana sabía que con este nuevo presidente se evaporaban las posibilidades de aquiescencia ciega de la Corte frente a Palacio.
Esta relación entre potencias no tuvo luna de miel. Ella no se levantó cuando él llegó al presidio del Teatro de la República, donde el 5 de febrero se reunieron para conmemorar la Constitución, y ha reprochado que ella llegó gracias a que él ha cambiado la vida nacional, y que ese cambio ha sido una fiesta de delincuentes.
La cuerda entre potencias se ha ido tensando. Ella sin tanto protagonismo, él sin escatimar en él, suscriben la idea de que no hay quien medie ni haga de puente. La ministra llamó este domingo a jueces y magistrados a la prudencia pero sin cobardía, y les recordó que “en su actuación independiente y responsable reside la dignidad del Poder Judicial”.
El presidente ha respondido, cuestionado este lunes por la mañana, que más que comentar lo dicho por la ministra, le gustaría que el Poder Judicial privilegiara la justicia sobre la ley, y que obedezca verdaderamente la Constitución, en franco reproche a la supuesta tendencia de los jueces a interpretar la ley a conveniencia de los influyentes.
Son más que declaraciones. Son guiones distintos, poco interpretados en este sexenio, sobre la relación entre poderes. Y para colmo, los capítulos de este desencuentro se desarrollarán en un momento nada pacífico: cuando el presidente pretende culminar, con un plan electoral elaborado con pinzassu operación de compensación institucional.
Varios capítulos de las seis nuevas leyes que integran el llamado Plan B han comenzado a ser impugnados en los tribunales y en la propia Corte. Palacio no aceptará argumentos legales en caso de que se congele o deseche la reforma con López Obrador, pretende revertir la derrota de Morena, quien no pudo reunir los votos en el Congreso para un cambio Constitucional que borraría al odiado INE.
Y mientras eso sucede, el Ejecutivo prepara las pinzas de un Plan B para frenar la frustración provocada por los descalabros en los juzgados. Por un lado, dicen que la FGR tomará medidas contra los jueces que desestimen casos (sin, por supuesto, reconocer las deficiencias de los expedientes), y por otro lado, coquetean con iniciativas para esposar a los jueces para que no lo hagan. poner en libertad a nadie a pesar de las violaciones al debido proceso, como informó EL PAÍS días atrás.
Lo que vemos tampoco es tan nuevo: el gobierno que iba a renovar la vida pública es el que ha aumentado la lista de delitos que no permiten enfrentar la justicia fuera de la cárcel. Así que en muchas ocasiones deja solo un camino para el juez: encerrarlos en la cárcel, cárcel y luego vírgenesy, parafraseando, no me digan que los derechos humanos son derechos humanos…
Porque López Obrador no entiende como valor la independencia de un juez. Para él, cualquier derrota parece una sospecha legítima: seguramente fueron manos enemigas las que arrebataron a su gobierno la posibilidad de presumir que toda detención es artera, que toda acusación es fundada, que toda diligencia es inmaculada, que sus agentes, policías, militares, etc. y los fiscales son técnicamente superiores e intrínsecamente honestos. Y que si un caso cae, la evidente falta de pericia, corrupción e injusticia es sólo del juez.
Si un juez frena lo que cree que es un gol cantado, López Obrador se molesta: cómo alguien que nunca logró los 30 millones de votos puede salir con que no tiene razón, que le impide ser presidente, lo que define como se hace justicia.
La ministra Piña tiene que navegar por tan débil argumento presidencial, apoyando a sus jueces sin pagarle demasiado a la tormenta que marcará la relación entre poderes que fueron diseñados para ser independientes. Los vientos que anuncian esa tormenta apenas comienzan.
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