Desde el jueves no existe el modelo electoral que se construyó en México tras el trauma de 1988. De no haber una resolución judicial que congele las seis leyes del llamado Plan B, los mexicanos estamos en el umbral de una realidad política que podría trastocar la democracia y sumir a la nación en un nuevo período de turbulencias y enojo. Andrés Manuel López Obrador ha consumado el golpe a las instituciones que denigro cuando las mandó al carajo hace década y media. En su quinto año de Gobierno, con mayorías legislativas y dos tercios de las gobernaciones, es decir beneficiario de las reglas electorales que ahora desmantela, opta por someterse al Instituto Nacional Electoral.
El presidente mexicano asegura que es mentira que sus reformas conllevan riesgos. Que solo cortarán una burocracia de oro, se asegura; que los cambios en la estructura del INE no afectarán las elecciones, ni el registro de votantes, ni la certeza y menos la equidad de las elecciones. Los críticos y los académicos dicen exactamente lo contrario.
México está lejos de ser una democracia funcional. Ni siquiera en el tema de las elecciones se podía decir que el país estaba en plena madurez. Esto a pesar de que se estaba construyendo a trompicones un modelo electoral donde los ciudadanos son el gran brazo operativo de un sistema complejo y costoso nacido de la desconfianza.
Con la llamada caída del sistema en 1988, cuando el secretario de Gobernación Bartlett declaró su muy oportuna —por autoritarismo— incompetencia para procesar el conteo de votos, las principales fuerzas políticas se empeñaron en diseñar un aparato electoral autónomo que cumpliera el anhelo revolucionario. del Sufragio Efectivo.
Los vencedores de la Revolución inventaron el sexenio y otras reglas no escritas para evitar la reelección, pero en un singular homenaje a Porfirio Díaz durante décadas, el partido tricolor se negó a aceptar que la ciudadanía estuviera lo suficientemente madura para elegir a sus autoridades. Ellos votan, pero nosotros decidimos quién gobierna. Eso hizo crisis sin retorno en los años ochenta.
En la batalla por lograr elecciones libres, es justo decirlo, durante décadas hubo muertos y no pocos perseguidos. Quien se atrevía a reclamar por fraude se jugaba el pellejo, el patrimonio y la vida. La izquierda lo sabía tanto o más que la derecha. Y algunos priistas desencantados incluso lo sufrieron, como el mismo Andrés Manuel.
Las muertes, por mencionar sólo algunas, del cardenismo en los años ochenta se contaron por centenares. Y a pesar de distintos e innegables avances, en los procesos electorales de entonces a la fecha también ha habido demasiadas víctimas mortales, demasiada violencia. Esa, y la intervención del crimen organizado, es la agenda que debe abordarse con urgencia.
Ahora Morena, que con su llegada al poder en 2018 terminó de confirmar que el modelo electoral funcionó para la pluralidad, emprende cambios que podrían generar nuevos problemas. López Obrador exprime al INE con el argumento de quitarle una burocracia excesivamente bien pagada, pero abre la puerta a riesgos por la improvisación.
El secretario de Gobernación explicó este viernes en Palacio Nacional que las reformas solo eliminarán algunos privilegios indebidos —seguros de gastos médicos mayores, etc.— y que como máximo se eliminarán 1.264 puestos de trabajo, con salarios de aproximadamente entre 35.000 y 70.000 pesos , según explicó. por la mañana Demasiado ruido para tan poca poda.
Pero la historia, como la cuentan los críticos de las reformas, es otra, más espantosa: el 84% de los puestos en el sistema profesional del INE serían erradicados con las reformas que finalmente se promulgaron la madrugada del jueves. Y procesos delicados como el registro de millones de mexicanos se verán impactados en aras de la austeridad.
Cuando le dicen al presidente que, entre otros, hay estudios de la UNAM que apuntan a riesgos y aberraciones, Andrés Manuel responde a esos académicos con una colorida letanía de viejos e inesperados reproches que no abordan los temas cuestionados y mucho menos aportan datos para desbancarlos. . los sombríos escenarios planteados por esos analistas.
Y es que haber conseguido que su Plan B fuera aprobado el pasado mes no ha cambiado en nada el ánimo de este jefe de Estado. Gana casi todo lo que quiere en política, pero no se suelta del guión de ataque. Dio la vuelta a la oposición que le impidió una reforma electoral a nivel Constitucional, pero aun así no denota generosidad en la victoria.
El presidente ha estado escandaloso toda la semana. El hecho de que sus nuevas leyes ya sean un hecho no trae paz a su agenda pública, enfocada como está en insultar a quienes llenaron el Zócalo el domingo con la advertencia de que en la Corte podrán frenar las pretensiones del gobierno de meterse en la cocina del INE.
Así, el horizonte se ha llenado de ruidosa tensión. Por un lado, los insultos se desatan en Palacio Nacional, donde su mercurial ocupante pasó la semana con ajos y cebollas en la boca. Que el presidente llame a alguien, sin pruebas y porque sí, corrupto ya no es suficiente. Ahora lo denigra con superlativos: corrupto, es la moda presidencial.
Los ánimos también están caldeados en las salas legislativas, donde hay amenazas a la vida íntima y bofetadas entre legisladores, tanto en el Congreso de la Unión como en el de la Ciudad de México; enfrentamientos verbales en el consejo del INE, mientras que en espacios mediáticos el uso de la palabra dictadura se ha vuelto epidémico.
El cruce de descalificaciones alimenta una polarización cuya escalada es vista por cada lado como un reclamo, como la señal de que el camino para anular al otro está afortunadamente allanado. Es el triunfo de la antipolítica, el no espacio donde el diálogo es imposible. A la salida del sexenio, ¿el “todo vale” es el único escenario a la vista?
Quienes desde dentro del oficialismo minimizan los riesgos del enfrentamiento, señalando que se trata de una nueva “normalidad” que debe ser saldada electoralmente por el pueblo, no advierten que precisamente para eso se requieren árbitros autónomos y facultados, para que ningún actor pudiera aprovechar su fuerza para torcer la voluntad ciudadana.
El presidente del Gobierno, que no ha podido resolver el desabastecimiento de medicamentos en cuatro años, decidió aprovechar su poder para imponer nuevas reglas electorales, un cambio que improvisará a la hora de organizar los comicios más polarizados, sin dejar de mencionar que el Plan B borra los límites a la propaganda gubernamental.
Además, pretende quitarle a la credencial de elector, el símbolo de confianza más exitoso en las elecciones y en el INE, su papel exclusivo como medio de identificación para votar. Los mexicanos en el exterior podrán pagar con otras identificaciones, dependientes de la Secretaría de Relaciones Exteriores: o sea, el Gobierno se mete a las elecciones.
Parece un cambio menor, pero es, sin embargo, un paradigma completamente nuevo. La credencial con fotografía y múltiples candados de seguridad, cotejada con un registro actualizado hasta el punto de que prácticamente desaparecieron las denuncias de que un elector había sido rapado de la lista, será desplazada por documentos no controlados por el INE.
E incluso la credencial está en riesgo. O más bien los dueños de los mismos. Las nuevas leyes cambian el funcionamiento de los módulos para obtener este documento que, por si fuera necesario recordarlo, permite a los mexicanos mucho más que votar: es la identificación, con datos biométricos, imprescindible para los trámites bancarios. El INE se verá obligado a improvisar edificios públicos para operar la acreditación. ¿Y seguridad?
Y aunque sólo fuera por el riesgo de que volviera el espectro del fraude, a golpe de imponer sin ton ni son al INE operaciones logísticas que suplantaran a las que no habían presentado problemas, con el Plan B se habría producido un retroceso antidemocrático. emprendida que ni el PRI Más Duro hubiera soñado: la impuso desde el Gobierno, sin abrir y sin negociar una coma.
Un presidente escandaloso en sus palabras y hechos impacta en la convivencia política sin detenerse a pensar que la historia le acusará de todos los defectos del Plan B, su experimento más innecesario y eventualmente más dañino para la democracia.
Solo queda el Poder Judicial para ver si es posible contener lo que ni Andrés Manuel ni su familia, si siguen convencidos de que lo que debe dirimir la competencia son elecciones justas, beneficios. Y quizás por eso mismo, porque se niega a gobernarse a sí mismo, es que ahora el presidente ha dirigido su artillería verbal desenfrenada contra ministros y jueces.
Si eso falla a López Obrador, le quedará el intento de tripular al INE a través de nuevos consejeros obedientes. Porque una cosa es cierta: el presidente quiere un árbitro que nunca se atreva a anular las nominaciones de sus militantes, aunque hayan violado la ley. Para que no vuelva a pasar esto, cuanto es tanto: cambiemos la ley y el INE. ¿Qué puede salir mal?
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